DOI: https://doi.org/10.7203/KAM.10.11033

Etnografía de una enfermedad social (1994-2017)


Resumen


En los tramos de hospitalización domiciliaria, que atendíamos por turnos un grupo reducido de sus amistades, un día le pregunté si me proporcionaba los restos del material sanitario que estaba utilizando. Tenía que hacer una exposición y había algo en aquellos objetos que lograba vincularse con otros trabajos anteriores. De esta manera podría continuar con el intento de construir una etnografía del sida, un tema en el que andaba metido desde hacía ya unos años. Aceptó sin dudarlo. A partir de entonces, las cosas que Juan Guillermo utilizaba, me las guardaba dentro de bolsas de plástico. A la sazón no sabía que, de alguna manera, me estaba dando su cuerpo a trozos.

Botes de plástico con fórmulas magistrales que habitaban inútilmente en su estómago; bolsas con hierbas que circulaban en caída libre a través de su esófago tres veces al día, y que compró a un farsante que le aseguraba que con eso se curaría; jeringuillas con las que atravesábamos sus venas y nalgas esperando una mejoría del presagio semanal; gasas manchadas de antiséptico para desinfectar las heridas, porque había que poner mucho cuidado en eliminar los gérmenes externos que pudieran infectar su cuerpo vulnerable; guantes médicos que mitigaban el temido contacto con su sangre; bolsas de suero glucosado para tratar la pérdida de fluidos y dar aporte calórico a todo el organismo; paquetes de gasas para limpiar su piel irritada; frascos para almacenar medicamentos inyectables que aliviaban su dolor; catéteres de inserción venal que como bocas de hombre mantenían el cuerpo abierto para los goteros diarios; termóme¬tros que median su fiebre persistente; pomadas que calmaban sus erupciones cutáneas; apósitos adhesivos para cerrar sus heridas; contenedores de residuos para agujas en los que se almacenaban de manera segura sus desperdicios; sistemas de infusión de suero que trasladaban el líquido inútil desde su recipiente suspendido a su cuerpo tendido; láminas elásticas autoadhesivas para asegurar que sus canales abiertos no se movieran; blíster para cápsulas que almacenaban ordenadamente su esperanza; cajas de AZT cuyo eco era inaudible.

Todos estos objetos fueron convirtiéndose en una colección de recuerdos, huellas e identificaciones que estaban preparándose para paliar la ausencia del cuerpo, ya que luego lo sustituyeron; y del tiempo, dado que su presencia rememora su uso y los ritos asociados que pautaban los momentos del día.

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