EL AUTOR Y SUS CRÍTICOS

¿Epígonos de Kant en el siglo XX? Revitalizaciones kantianas después del neokantismo

César Ortega Esquembre
Universitat de València. , España

Revista de Estudios Kantianos. Publicación internacional de la SEKLE

Universitat de València, España

ISSN-e: 2445-0669

Periodicidad: Semestral

vol. 8, núm. 1, 2023

p.ordenes.azua@gmail.com

Recepción: 27 Enero 2022

Aprobación: 15 Marzo 2023



Resumen: El objetivo de este trabajo es analizar el libro colectivo, coordinado por Sergio Sevilla y Jesús Conill, Kant después del neokantismo. Se pretende exponer la forma en que, según los autores participantes en el volumen, algunos de los principales filósofos del siglo XX han dialogado con Kant para elaborar sus propios pensamientos. Para ello se dan tres pasos fundamentales. En primer lugar, se presenta la problemática de la relación entre filosofía e historia de la filosofía, ubicando el contexto de surgimiento del neokantismo dentro de esta problemática. En segundo lugar, se reconstruye brevemente la idea central de cada uno de los estudios contenidos en la obra analizada. En tercer lugar, se actualiza esta sistematización de los “epígonos de Kant” recurriendo al caso de Rainer Forst, que, con su idea de un “derecho básico a la justificación”, constituye uno de los principales revitalizadores actuales de Kant después del neokantismo.

Palabras clave: Kant, neokantismo, historia de la filosofía, Rainer Forst, derecho a la justificación.

Abstract: The aim of this paper is to analyse the collective work coordinated by Sergio Sevilla and Jesús Conill Kant after Neo-Kantianism. I try to expose the way in which, according to the authors, some of the main philosophers of the 20th century have elaborated their own thinking in dialogue with Kant. To do that, I divide the text into three parts. First, I discuss the problem of the relation between philosophy and history of philosophy, by placing the context of emergence of Neo-Kantianism within this problem. Second, I briefly reconstruct the key idea of each of the contributions contained in the book. Lastly, I update this systematization of the “epigones of Kant” by resorting to Rainer Forst, who, with his idea of a “basic right to justification”, is today one of the main revitalizing of Kant after Neo-Kantianism.

Keywords: Kant, Neo-Kantianism, history of philosophy, Rainer Forst, right to justification.

1. Introducción

Qué relación tenga la filosofía con su propio pasado, es decir, con la historia de la filosofía, eso es algo que constituye, al menos desde Kant, un objeto de estudio no precisamente menor del quehacer filosófico mismo (Hereza, 2022). En un gesto de autorreflexión acaso solamente típico de esta particular disciplina, la filosofía se pregunta una y otra vez sobre su propia naturaleza: ¿qué significa, exactamente, hacer filosofía? A mi modo de ver, una respuesta totalmente historiográfica a esta pregunta debe resultar necesariamente insatisfactoria. La filosofía no puede consistir en reinterpretar una y otra vez el legado de los autores pasados, a riesgo de quedar disuelta en mera historia de la filosofía. Igualmente insatisfactorias resultan, a mi juicio, las aproximaciones excesivamente ahistóricas. Como si el quehacer filosófico pudiera partir, por así decirlo, en cada caso desde cero. Como si no hubiéramos aprendido nada desde Grecia.

Sobre la base de esta dualidad de posiciones, yo me aventuraría a decir, desde luego que no en calidad de experto en esta controvertida cuestión, que pertenece a la propia naturaleza de la filosofía el gesto de la “apropiación crítica” de lo heredado, es decir, el intento por repensar los problemas ya pensados por generaciones pretéritas, a fin de superar las deficiencias halladas en esas sus formas de pensarlos. La historia de la filosofía se presentaría bajo esta óptica como una especie de gigantesca “negación de la negación”, en la medida en que cada autor o generación partiría de una crítica hacia algunos autores o modelos pasados, que a su vez habrían conformado sus pensamientos como superación de un estadio todavía anterior. Los “maestros antiguos”, por usar el bonito título de la novela de Thomas Bernhard (2003), es decir, los auténticos eslabones de esta monumental cadena espiritual a la que llamamos “historia de la filosofía”, serían aquellos que en esa apropiación crítica habrían ofrecido una auténtica aportación. Aquellos que inauguran, por así decirlo, una nueva Wirkungsgeschichte, una nueva historia efectual.

Que Kant es uno de esos “maestros antiguos”, eso es algo tan evidente que uno casi tiene la sensación de estar perdiendo el tiempo cuando trata de probarlo. Su protesta contra la metafísica anterior, que inaugura el criticismo, es acaso el más fundamental de los eslabones de la filosofía moderna, y es muy claro que en esa protesta Kant se apropia y supera al mismo tiempo motivos anteriores a su propia reflexión. Como todos los maestros antiguos, también Kant supuso el punto de partida de una nueva reflexión filosófica. Tras su muerte en 1804, esa nueva reflexión filosófica operó por las vías del denominado idealismo alemán. Seguramente existen pocas dudas sobre el hecho de que fue Hegel el siguiente gran eslabón en esta cadena. El idealismo absoluto expandió la lógica del entendimiento a la totalidad de esferas de la experiencia (Sevilla, 2020, p. 175), y en cierto modo no puede comprenderse más que sobre la base de Kant. Como es muy sabido, la idea de “eticidad” (Sittlichkeit) es una ganancia a la que Hegel solo puede llegar tras una crítica contra el “formalismo vacío” en que Kant había incurrido con su idea de moralidad (Moralität) (Hegel, 2017, §135). El paradigma hegeliano fue a su vez proseguido a partir de 1830 por los llamados “jóvenes hegelianos”, siendo Marx, sin duda, el que operó entre ellos la apropiación crítica más importante, en la medida en que inauguró un nuevo estadio de reflexión cuya historia efectual no es precisamente difícil de rastrear a lo largo de los siglos XIX y XX.

Aunque en la línea de pensamiento hegeliano-marxista puede verse, sin duda ninguna, la impronta kantiana, lo cierto es que el primer gran movimiento de retorno a Kant se produjo justamente con el agotamiento —ciertamente solo temporal— de esta línea de pensamiento. Este gran movimiento se conoce con el nombre de “neokantismo”. En el último tercio del siglo XIX, el aire de los tiempos era ya claramente favorable al positivismo, cuyo momento fundacional hay que buscar en el Curso de filosofía positiva publicado por Auguste Comte entre 1830 y 1842. En contra de las inflacionarias pretensiones del sistema hegeliano, la filosofía había de limitar ahora su tarea a la reflexión sobre el método de la ciencia natural, que a la postre habría de extenderse también a las ciencias históricas. Tal y como muestra Diego Sánchez Meca, no es de extrañar que el programa kantiano, sobre todo la epistemología crítica y la pertinaz refutación de la metafísica emprendida en la Crítica de la razón pura, encontrara justamente en este contexto el ambiente idóneo para su revitalización (Sánchez Meca, 1990, pp. 61-63). Surge aquí la famosa consigna de Otto Liebmann, “Züruck zu Kant”, una consigna que pronto quedaría sistematiza en las escuelas de Marburgo y Baden. Cohen, Natorp, Cassirer o Rickert se ocuparían de desarrollar y actualizar algunos de los elementos estructurales de la teoría del conocimiento kantiana, volviendo a abordar la fundamental pregunta sobre las condiciones trascendentales de posibilidad del conocimiento científico.

La corriente neokantiana, que constituye, obviamente, el caso más claro de una filosofía en la estela de la Wirkungsgeschichte inaugurada con Kant, no ha tenido una prosecución significativa tras la muerte de sus miembros principales. En sentido estricto, no ha existido, como afirma Norberto Smilg (2020, p. 194), una “segunda generación” de autores neokantianos que prosiguiera la tarea mencionada. El surgimiento de la fenomenología, la hermenéutica, el existencialismo, el marxismo occidental o la filosofía analítica del lenguaje condujo los intereses de la filosofía hacia regiones muy alejadas de la pregunta sobre las condiciones de posibilidad de la ciencia natural.

Esto no significa, sin embargo, que Kant muriera junto con el neokantismo. Más bien al contrario, a lo largo del siglo XX, y en prácticamente todas las escuelas de pensamiento mencionadas, Kant constituyó un interlocutor sencillamente imprescindible. El reciente y estimulante libro coordinado por Sergio Sevilla y Jesús Conill Kant después del neokantismo ha tratado de analizar cómo se ha producido en cada caso este fecundo diálogo de la filosofía del siglo XX con el pensamiento de Kant. Sevilla y Conill dejan claro que no se trata en este caso únicamente de un “capítulo de la historia efectual del kantismo”, sino además de una “indagación sobre los modos de filosofar del siglo XX” (2020, p. 11). Se produce en todos estos casos, por así decirlo, una apropiación crítica que alumbra productos verdaderamente originales, productos que los autores que participan en el libro abordan con admirable rigor.

Por mi parte, yo quisiera también unirme a esta interminable negación de la negación, analizando a su vez la forma en que estos autores han abordado las apropiaciones críticas de Kant emprendidas durante el siglo XX. Para ello voy a dar dos pasos fundamentales. En primer lugar, reconstruiré brevemente la idea central de cada uno de los análisis contenidos en la obra. En segundo lugar, me permitiré sumar a posteriori un caso actual en el que vuelve a surgir este pensar con Kant más allá de Kant, y que da testimonio de que no solamente en el siglo XX, sino también en el siglo XXI, la filosofía prosigue y se renueva todavía en discusión directa con Kant. Me refiero al reciente intento de Rainer Forst, uno de los principales discípulos de Jürgen Habermas, por desarrollar una teoría crítica de la sociedad sobre la base de un presunto “derecho básico a la justificación”, derecho que queda fundamentado en el concepto kantiano de “autonomía”. Pero empecemos por el siglo XX.

2. Kant después del neokantismo

A fin de estructurar las formas de filosofar que, durante el siglo XX, tuvieron como uno de sus interlocutores principales el pensamiento de Kant, Sevilla y Conill operan con un criterio cronológico. La línea de autores tratada va de Martin Heidegger a Jürgen Habermas pasando por Hannah Arendt, Konrad Lorenz, Karl Popper, José Ortega y Gasset, Theodor Adorno, Karl-Otto Apel y Michel Foucault. El libro concluye con una aportación recuperada de Fernando Montero, cuya maestría fue fundamental en el propio proceso de formación de los coordinadores del volumen.

En lugar de analizar una por una cada una de las once contribuciones, voy a agruparlas de acuerdo con un criterio temático. Empezaré por tanto revisando los análisis sobre Heidegger, Hannah Arendt y Ortega y Gasset, pues la evidente relación entre el primero y la segunda, en calidad de maestro-discípula, y entre el primero y el tercero, justifica a mi modo de ver que se los presente conjuntamente. Continuaré exponiendo lo que podemos denominar “apropiaciones naturalistas” de Kant, donde cabe incluir los programas de Konrad Lorenz y Karl Popper. Tras ello abordaré el bloque compuesto por algunos representantes de la Teoría Crítica: Theodor Adorno, Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas. Continuaré analizando el estudio sobre Michel Foucault. Por último, abordaré la contribución de Fernando Montero.

2.1. Martin Heidegger, Hannah Arendt y Ortega y Gasset

La primera de las contribuciones del libro viene a cargo de Arturo Leyte, y su tesis de partida es la siguiente: la obra mayor de Martin Heidegger, Ser y tiempo, puede ser comprendida como una “repetición” de la Crítica de la razón pura, siempre y cuando entendamos por “repetición” justamente lo que entiende Heidegger: la reiteración de un problema tratado por un autor anterior, reiteración que logra descubrir lo no-dicho en lo dicho. Esta comprensión heideggeriana se compadece bien con el tipo de relación entre filosofía e historia de la filosofía expuesto en la introducción: la historia de la filosofía no es una disciplina subsidiaria de la filosofía, sino justamente aquello que posibilita el acto mismo del filosofar (Leyte, 2020, p. 25). Los “maestros antiguos”, por seguir utilizando la expresión de Bernhard, serían en este sentido aquellos en cuya obra se expresa un “fondo incomprensible” que posibilita un ejercicio hermenéutico futuro, y, en principio, inacabable.

Bajo esta comprensión, Ser y tiempo no sería sino una formidable repetición de la Crítica de la razón pura. Si ello es así, ¿qué es exactamente lo “no-dicho” en la obra de Kant, que Heidegger comprende como punto de partida de su propia reflexión? La respuesta de Leyte resulta muy sugerente: a la obra de Kant subyace la idea, nunca tematizada, de que la esencia de la subjetividad no se agota en la razón, sino que ésta se apoya en algo todavía mucho más originario, a saber, el ser. De acuerdo con la interpretación del Heidegger de Kant y el problema de la metafísica, en la Crítica de la razón pura se hace manifiesto que el ser no es un objeto ontológicamente autónomo, sino más bien aquello que aparece ante nuestra conciencia. La filosofía teórica kantiana estaría así encargada de estudiar el modo de ser del fenómeno; es decir, la manera en que las cosas del mundo aparecen ante el sujeto, que es en rigor el “productor de mundo”.

¿Qué relación tiene esta idea con la operación practicada en Ser y tiempo? De acuerdo con el análisis de Leyte, en su obra cúspide Heidegger habría retomado y radicalizado el planteamiento filosófico kantiano. Aunque Kant habría comprendido bien que los objetos del mundo entrañan en su propia naturaleza una “dualidad inherente”, en la medida en que están radicalmente mediados por la relación entre un “adentro” —el sujeto que percibe— y un “afuera” —lo percibido—, finalmente habría hipostatizado uno de los objetos del mundo: el propio sujeto. El sujeto aparece como una sustancia totalmente al margen del tiempo. Por eso la tarea que se propone Ser y tiempo puede entenderse como el intento de comprender la auténtica naturaleza temporal del yo, que no consiste sino en un “consistir”, en un “tener lugar” en cada caso en un lugar y un momento concretos (ibid., p. 36). La radical diferenciación kantiana entre el sujeto captador de mundo y el mundo mismo queda disuelta en Heidegger a través de la categoría de “ser-en-el-mundo”. El Dasein se encuentra ya siempre manejando e interpretando el mundo, del que no puede tomar distancia objetivante más que al precio de perder su trato genuino con él: la pre-comprensión. A esto lo llama Leyte el “a priori heideggeriano”: “la anterioridad que se avista pre-ontológicamente como resultado de nuestro trato con el ser” (ibid., p. 39).

Una línea muy diferente sigue Hannah Arendt en su apropiación crítica de las categorías kantianas. Esta apropiación es estudiada por Ángel Prior, en primer lugar, y por Neus Campillo, en segundo lugar. Prior centra su análisis en la forma en que Arendt articula las nociones de “ciencia”, “modernidad” y “pensamiento” basándose en la filosofía crítica kantiana. La noción de “filosofía crítica” resulta del mayor interés para Arendt, y Prior resume en cuatro sus rasgos más destacados: en primer lugar, las “connotaciones de distanciamiento asociadas a la crítica”, es decir, su carácter de disolución de dogmas y la exigencia de un examen público constante; en segundo lugar, el intento por descubrir las fuentes y límites de la razón; en tercer lugar, la oposición tanto al dogmatismo como al escepticismo; en cuarto y último lugar, y quizás es éste el rasgo más importante, las implicaciones políticas asociadas al pensamiento crítico, que le conducen a una actitud radicalmente antiautoritaria (Prior, 2020, pp. 43-45).

Prior ve muy bien cómo la propia obra de Arendt se mueve permanentemente en esta concepción de la crítica. Aunque Arendt se sitúa cerca de Kant en aspectos tan diversos como la crítica de la metafísica o la distinción entre filosofía y religión, parece claro, como decimos, que la impronta kantiana se hace notar sobre todo en aquello que tiene que ver con las implicaciones políticas. No es de extrañar, por tanto, que Neus Campillo haya dedicado su sugerente aportación justamente a analizar la relación entre la filosofía política implícita en el programa kantiano y la posición de Arendt. Totalmente convencida de que el “antídoto político” contra las perversiones de su tiempo debía ser buscado en “las condiciones de posibilidad de un espacio público compartido” (Campillo, 2020, p. 67), Arendt se adentra en la tarea de indagar en qué hubiera consistido la filosofía política de Kant, si ésta hubiera sido sistematizada alguna vez. Para llevar a término esta tarea, Campillo desgrana las diversas conferencias del libro de Arendt Lectures on Kant’s Political Philosophy. Según la interpretación de Campillo, la tesis de Arendt de acuerdo con la cual no existe explícitamente una filosofía política en Kant —por mucho que, sobre todo en obras tardías como La paz perpetua, se analicen temas estrictamente políticos como el derecho a la hospitalidad— se basa en la constatación de que “ninguna de las preguntas kantianas se refiere al hombre como zoonpolitikon” (ibid., p. 70).

Al igual que Prior, Campillo destaca el carácter eminentemente político que para Arendt tiene la noción kantiana de “crítica”, más allá de su uso habitual en el terreno de la epistemología y la crítica de la metafísica. La crítica es, ante todo, una forma de pensar autónoma, que cada persona puede ejercer para contribuir a la tarea ilustrada de una liberación de los prejuicios y las autoridades no justificadas —ni justificables—. Muy vinculadas a esta noción aparecen las ideas de “libertad” y “uso público de la razón”, que para Arendt juegan también un papel decisivo a la hora de entender la filosofía política kantiana. Arendt encuentra en Kant el fundamento para una tesis que articulará una parte sustancial de su propio pensamiento —y también, por cierto, del pensamiento de Habermas, que en este punto se basa explícitamente en Hannah Arendt (Habermas, 2000, pp. 205-222) —, a saber, que “la comunicabilidad representa la posibilidad de validez de la verdad”, y por tanto una forma decisiva de poder en la sociedad moderna.

Esta apropiación “política” de Kant da lugar, en el caso de Ortega y Gasset, a algo diferente. En su detallado análisis, Jesús Conill se esfuerza por reconstruir la importante influencia que el pensamiento de Kant tuvo en el surgimiento del denominado “raciovitalismo”. De acuerdo con la interpretación de Conill, el propósito último de Ortega habría sido transformar la filosofía trascendental de Kant “en el sentido de una “hermenéutica” de carácter raciovitalista” (Conill, 2020, p. 156). Esta transformación se basa, por lo demás, en una suerte de “nueva metafísica” destinada a descubrir la realidad radical de la vida humana. El punto decisivo de esta transformación sería el tránsito desde la razón pura kantiana hasta una razón impura, experiencial, corporal, que se nutre además de las aportaciones de Nietzsche.

En Ortega y Gasset puede verse de forma especialmente clara este intento de “volver a Kant” saltando más allá del neokantismo. Ortega constituye, en sentido estricto, un “postneokantiano”. Esta vuelta a Kant se practica desentrañando lo que el autor denomina “una insospechada vitalidad filosófica en Kant”. Aunque Ortega acepta el giro kantiano y reconoce que el problema del ser ya no puede ser abordado al margen del problema del sujeto, por cuanto es justamente éste quien “pone al ser” en su acto de representación de los fenómenos, su interpretación es radicalmente antiidealista y antisubjetivista. Ortega cree poder reconquistar la objetividad desde el concepto de “vida”, pues efectivamente los objetos que son dados a la conciencia no lo son a un sujeto entendido en términos abstractos, sino que ellos existen solamente “como elemento de la vida de un hombre”. Como en Heidegger, también en Ortega la escisión moderna entre sujeto y mundo queda superada, en este caso en la idea de una “vida humana” que se las ha permanentemente con los objetos del mundo. Conill interpreta así el “Kant futuro” defendido por Ortega en el sentido de una hermenéutica de la vida humana, una hermenéutica que, a su juicio, habría de ser complementada con los correctivos críticos que aportan la pragmática formal de Habermas y Apel (cf. Conill, 2006).

2.2. Hacia una naturalización del kantismo: Konrad Lorenz y Karl Popper

El primero de los dos enfoques “naturalistas” tratados en la obra es el de Konrad Lorenz, y a él dedica su análisis Pedro Jesús Teruel. En un ejercicio de claridad conceptual muy admirable, Teruel comienza su estudio definiendo la idea de “naturalización” y diseccionando tres tipos diferentes de naturalismo. “Naturalizar” significa, por de pronto, “aplicar a las teorías pautas de reducción en orden a conseguir rendimientos explicativos” (Teruel, 2020, p. 92). Estas pautas de reducción toman sus criterios, lógicamente, de las ciencias naturales, especialmente de la física, la biología evolutiva y la genética. Operaciones tradicionalmente explicadas en términos especulativos, como por ejemplo el comportamiento moral, son reducidas a estructuras más simples, de las que las ciencias naturales pueden dar una explicación empíricamente satisfactoria. Sobre la base de esta definición, Teruel diferencia tres versiones del uso del concepto “naturalismo”: en primer lugar, el “naturalismo ontológico radical”, según el cual el aparato conceptual de la ciencia natural permite agotar la explicación de la realidad en su conjunto; en segundo lugar, el “naturalismo epistemológico”, que trata de reunir las diversas aproximaciones a lo real, a fin de disponer de un modelo de comprensión lo suficientemente dúctil como para dar cuenta de regiones ontológicas por lo demás irreductibles entre sí; en tercer lugar, el “naturalismo ontológico radical sectorial”, que constituye una aplicación del primer modelo a campos de estudio concretos, como el naturalismo ético.

Tras esta “cartografía” del naturalismo, la pregunta se vuelve inmediata: ¿es el pensamiento kantiano susceptible de ser interpretado con alguna de estas tres categorías? Teruel descarta que pueda serlo con los conceptos del naturalismo ontológico radical —ya sea total o sectorial—. Sin embargo, en lo que hace al naturalismo epistemológico, su tesis es que el pensamiento de Kant no solo es compatible con este programa, sino que lo requiere necesariamente, pues “pertenece a la teleología interna de la razón su búsqueda de unidad creciente en la identificación de los principios rectores de la naturaleza” (ibid., p. 102). Pues bien, Teruel encuentra en Lorenz uno de los intentos más exitosos de compatibilizar a Kant con los planteamientos naturalistas. La lectura de Lorenz se basa en la llamada teoría de las disposiciones, a partir de la cual el autor cree poder conjugar el apriorismo kantiano con la explicación evolutiva del ser humano. La idea, que aquí solo puedo mencionar brevemente, resulta altamente intuitiva: “el a priori que determina los modos de aparición de las cosas reales de nuestro mundo es, dicho brevemente, un órgano”. Es decir, aunque las formas de la intuición y los conceptos y principios puros del entendimiento son ontogenéticamente a priori, desde un punto de vista filogenético son algo “adquirido”, es decir, una ganancia resultado del proceso de interacción entre el organismo y su medio.

El segundo enfoque naturalista analizado es el de Karl Popper. En su exhaustivo estudio, Eugenio Moya trata de reconstruir la lectura popperiana de Kant comprometiéndose con una interpretación claramente naturalista. De acuerdo con la interpretación de Moya, la tendencia de Kant a alejarse del psicologismo de Locke y Hume en favor de su programa trascendental ha creado entre sus intérpretes posteriores la falsa creencia de que lo fáctico y lo trascendental son regiones inconmensurables entre sí. Frente a esta interpretación, Moya hace valer la tesis de Popper, según la cual para Kant “las cuestiones relativas a la validez y objetividad del conocimiento” resultan inseparables de “las cuestiones relativas a su génesis subjetiva y natural” (Moya, 2020, p. 119). Así pues, Moya apuesta por una perspectiva naturalizadora, pero no reduccionista, del programa kantiano. Semejante perspectiva consiste en reconstruir la epistemología kantiana sobre la base de una reinterpretación modularista y sistémica de la teoría de las facultades cognitivas. En la estela de Popper y Lorenz, Moya cree que nuestras formas de intuición y categorías pueden entenderse como “recipientes naturales adaptados filogenéticamente”, de suerte que la filosofía trascendental puede conjugarse con la teoría de la evolución.

Para defender esta tesis, Moya contextualiza el programa kantiano dentro del marco de discusión, desarrollado en el seno de la emergente embriología, entre la epigénesis y la preformación. A Moya le parece muy claro que Kant adoptó una postura favorable a la teoría epigenética, de acuerdo con la cual la morfogénesis de los organismos no está preformada en la dotación genética, sino que “los órganos de los animales adultos emergen de un modo progresivo a partir de formas inicialmente indiferenciadas” (ibid., p. 127). Sobre esta base, Popper, y con él también Moya, reivindican un modelo bioconstructivista, según el cual a través de su interacción con el medio los sistemas biológicos pueden “ganar estructura” y complejidad. Como el resto de los sistemas, también la mente humana “tiene capacidad para hacer emerger ciertas reglas o formas a priori” a través de la interacción con su entorno. Por eso las ciencias de la vida, y en concreto la embriología, habrían aportado a Kant, según esta lectura naturalista, la base empírica para entender cómo los elementos trascendentales no son sino un resultado más de la propia historia natural. “En el fondo”, dice Moya hacia el final de su trabajo, “difícilmente un producto de la naturaleza, como es la mente y sus facultades, puede no adecuarse, al menos parcialmente, a aquello de lo que simplemente es parte” (ibid., p. 149).

2.3. Kant y la Teoría Crítica: Adorno, Apel y Habermas

El primero de los tres teóricos críticos en que se estudian las conexiones con el programa kantiano es Theodor Adorno, y de ello se encarga Sergio Sevilla. Como gran conocedor de la obra adorniana, Sevilla rastrea el diálogo con Kant en la Dialéctica negativa. La interpretación que ofrece Adorno de la teoría kantiana de la razón aparece íntimamente vinculada con el análisis histórico de su época, es decir, de la Ilustración. En este sentido, tal y como muestra Sevilla, para Adorno el estudio de la teoría kantiana de la racionalidad sirve a los objetivos de una comprensión de las contradicciones asociadas a la racionalización social moderna.

Como es sabido, Adorno cree que la idea kantiana de un límite del conocimiento válido basado en la experiencia mutila la percepción de lo heterogéneo, es decir, de lo no reductible a concepto y a su uso instrumental. Por eso la operación del criticismo kantiano no solo acaba con la metafísica, sino en realidad con toda forma de conocimiento que, a diferencia del conocimiento científico, “no se legitime en términos de control tecnológico” (Sevilla, 2020, p. 174). Esta operación se basa en una separación entre las regiones de lo sensible y lo inteligible, separación que termina por hacer de la sensibilidad una “víctima” del entendimiento. En la interpretación de Sevilla, Adorno se posicionaría en favor del carácter no reductible de la experiencia a concepto, de suerte que habría de ser posible dar con una articulación diferente, no reductiva, de lo sensible y lo inteligible. Este carácter no reductible de la experiencia a concepto explica que, a ojos de Adorno, la categoría de la “verdad” no deba quedar limitada al ámbito científico, sino que deba considerarse también la posibilidad de la verdad en el arte y la filosofía (ibid., p. 186).

Las apropiaciones de Kant emprendidas por la denominada “segunda generación” de la Escuela de Frankfurt resultan sin duda muy diferentes. Aunque solamente con muchas reservas cabe incluir a Karl-Otto Apel dentro de esta categoría (véase Ortega-Esquembre, 2019), el estudio de la conexión de su pensamiento con el modelo de Kant resulta del mayor interés, tal y como se encarga de probar Norberto Smilg. Smilg sabe que Apel, como el resto de los autores analizados en el volumen, no es un neokantiano. Su interés no pasa tanto por revitalizar el programa kantiano, como por transformarlo a fin de seguir aprovechando sus réditos teóricos para dar cuenta de problemas presentes. Este aprovechamiento de Kant opera tanto en el ámbito de la filosofía teórica, donde Apel elabora una teoría consensual de la verdad y una antropología del conocimiento (véase, respectivamente, Apel, 1991a, pp. 137-145; 1985), como en el ámbito de la filosofía práctica, donde elabora una ética discursiva (cf. Apel, 1991b, pp. 147-184). Para esta transformación, Apel, inserto en los denominados “giro lingüístico” y “giro pragmático” en los que por la misma época participaban también autores como Jürgen Habermas o Richard Rorty, hace del lenguaje el centro mismo de la racionalidad.

Smilg analiza cómo la concepción hermenéutico-trascendental del lenguaje sirve a los fines de una transformación de la filosofía kantiana. Frente a las comprensiones semanticistas del lenguaje, Apel reivindica, alineándose aquí con Martin Heidegger, el uso del lenguaje como apertura de sentido y producción de mundo. Asimismo, el lenguaje posee una dimensión esencialmente pragmática y pública. Esta comprensión del lenguaje permite a Apel superar el denominado “solipsismo metódico” típico de la filosofía de la conciencia culminada con Kant. El punto de partida, tanto de la fundamentación del conocimiento científico como de la fundamentación de las normas moral-jurídicas, ya no es un sujeto introspectivo, sino una comunidad de comunicación. Saltando así de Heidegger a Peirce, Apel considera posible “transformar la representación en mi conciencia de Kant por la representación de los signos de lo real”, es decir, por “la unidad del acuerdo acerca del conocimiento de algo como algo”, que sería “la síntesis fundamentadora de la validez pública del acuerdo” (Smilg, 2020, p. 204).

Este gesto de intersubjetivización o lingüistización del kantismo es el mismo que ha operado Jürgen Habermas en los terrenos de la epistemología —teoría consensual de la verdad y teoría de los intereses del conocimiento—, la filosofía moral —ética discursiva—, la filosofía social —teoría de la acción comunicativa— y la filosofía jurídica y política —teoría discursiva del derecho y política deliberativa—. En su incisivo trabajo, Manuel Jiménez se ocupa de este último elemento del modelo habermasiano, es decir, de la filosofía del derecho. La tesis de Jiménez es muy clara: aunque Habermas ha pretendido reformular la teoría del derecho kantiana a fin de resolver algunos de sus problemas, su modelo resulta menos satisfactorio que el modelo original de Kant.

En Facticidad y validez, Habermas se propone dar cuenta, desde las categorías de la teoría de la acción comunicativa, de la cooriginalidad de los principios de libertad (autonomía privada) y democrático (autonomía pública). Aunque Jiménez cree que la teoría del habla argumentativa explica satisfactoriamente el principio democrático, y ello mediante una sustanciación del principio discursivo para el caso de normas jurídicas solo justificables en el marco de una comunidad jurídicamente articulada, su tesis es que el principio de libertad permanece oscuro. Ciertamente, Kant había otorgado la primacía absoluta a este principio, en la medida en que exigía a su vez el principio democrático, pues “la ley que concierne a todos ha de tener por fuente la voluntad unida de todos” (Jiménez, 2020, p. 218). El gesto de Habermas sería más bien el inverso. A su modo de ver, en el principio democrático está ya implicada la necesidad del principio de libertad.

A mi modo de ver, la crítica de Jiménez resulta especialmente atinada cuando trata de probar que, al contrario de lo que cree Habermas, del principio democrático puede seguirse a lo sumo el principio de igual libertad, pero en modo alguno “el derecho a la mayor medida posible de iguales libertades individuales de acción”. En efecto, aunque el acto de autolegislación en que se concreta el principio democrático no puede violar el principio de iguales libertades subjetivas, en la medida en que estas libertades son exigidas por las condiciones formales del propio acto argumentativo en que consiste la autolegislación, de ello no se deriva que necesariamente deba conceder la mayor medida posible de iguales libertades subjetiva: “una asamblea democrática puede escoger recortar la amplitud del esquema de iguales libertades básicas”, dice Jiménez —y, desde luego, ello no puede resultarnos más familiar en la actualidad—, “si ello se estima funcional para otros fines que de común acuerdo se haya propuesto el colectivo” (ibid., p. 227). Según la interpretación de Jiménez, en Kant este problema queda muy claramente resuelto, pues esa exigencia normativa emana del principio general del derecho, según el cual “es justa toda acción conforme a cuya máxima mi libertad es compatible con la de cualquiera conforme a una ley general”. Mientras que para Habermas el derecho positivo no posee una naturaleza intrínsecamente normativa, sino que ésta le viene dada del principio democrático, en Kant dicho derecho “es la existencia misma de la libertad en su pleno sentido normativo”. Ello explica la dificultad que encuentra Habermas a la hora de justificar algo tan esencial a su propio pensamiento como es el derecho a la mayor medida posible de iguales libertades individuales.

2.4. Foucault y Kant

En su interesante contribución, Miguel Morey se esfuerza por rastrear las influencias que Kant tuvo en la configuración del pensamiento de Michel Foucault. Morey acierta a ver que prácticamente todas las investigaciones históricas de Foucault, desde la Historia de la locura hasta Vigilar y castigar, hacen referencia justamente al momento histórico en que reinaba la filosofía de Kant, es decir, al inicio de la modernidad política y social que se dio entre el último tercio del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. Asimismo, Morey muestra cómo Kant se le presenta a Foucault como un transgresor de los límites, como “un habitante del límite que abre un espacio exterior en el seno de la metafísica clásica” (2020, p. 242). Esta actitud crítica será también la que ejercite Foucault en su mirada hacia el pasado, y aunque es muy evidente que su inspiración principal será el contestatario discurso nietzscheano, no es descabellado hallar también en Kant una fundamental influencia para ella.

Al margen de estas dos cuestiones, que necesariamente han de conectar los estudios de Foucault con la filosofía kantiana, Morey reconstruye los lugares fundamentales en los que Foucault se ocupó explícita y sistemáticamente de la obra de Kant. Entre estos lugares destacan su tesis doctoral complementaria Genèse et structure d l’Anthropologie de Kant y la importante obra Las palabras y las cosas. Especial atención merece el tratamiento tardío que Foucault hizo del texto de Kant Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, y que Morey ubica en tres lugares fundamentales: una conferencia pronunciada en 1978 y publicada más tarde con el título “¿Qué es la crítica?”, dos sesiones de su curso de 1983 sobre Le Gouvernement de soi et des autres, y el texto de 1984 “¿Qué es Ilustración?”.

2.5. La lectura de la Crítica de la razón pura de Fernando Montero

El texto de Fernando Montero presenta unas características enteramente peculiares, que no por ello lo hacen desentonar, sin embargo, con la temática del libro. A diferencia del resto de capítulos, que reinterpretan las posiciones de diferentes autores del siglo XX y sus vinculaciones con Kant, Montero dedica su trabajo a una interpretación propia de la obra kantiana. En concreto, su propósito es defender que la Idea trascendental de “mente” (Gemüt) juega un papel articulador en la Crítica de la razón pura, por mucho que Kant nunca lo explicitara.

Como es sabido, la Crítica de la razón práctica y la Crítica del juicio se estructuran en torno a las Ideas trascendentales —entendidas como “principios que posibilitan una arquitectónica sistemática de la razón” (Montero, 2020, p. 261)— de “libertad” y de “Intellectus archetypus”, ideas sin las cuales sería incomprensible, dice Montero, la conducta moral del hombre, primero, y la clasificación de todos los seres naturales en sistemas, segundo. Pues bien, frente a la claridad con que Kant presenta estas Ideas como articuladoras de la razón práctica y la razón teleológica, en la Crítica de la razón pura la Idea trascendental correspondiente, la idea de “mente” (Gemüt), no cumple explícitamente un rol estructural. Para mostrar que, pese a no hacerse nunca explícito, la idea de “mente” juega en el ámbito de la razón teórica un papel equivalente a las ideas de “libertad” e “Intellectusarchetypus”, Montero comienza exponiendo lo que llama “deducción metafísica” de la Idea de mente.

La pregunta primera por contestar sería la siguiente: ¿existe algún concepto que actúe como “el sujeto absoluto o incondicionado para todo el campo de la razón teórica”? Desde luego, Kant concretiza este sujeto absoluto, que de alguna manera habría de condicionar la totalidad de las representaciones, en términos de un “sujeto pensante”. La apercepción trascendental operada por este sujeto pensante es la única garantía para que la totalidad fenoménica aparecida ante la conciencia adquiera la unidad necesaria para hacerla inteligible. La noción de un “sujeto pensante”, o, por decirlo en los términos escogidos por Montero, de una “mente”, actúa así como Idea trascendental. Ahora bien, Montero muestra muy bien que hasta este momento Kant únicamente ha constatado la necesidad trascendental de esta Idea. Es decir, se ha probado que, sin ella, el conocimiento teórico resulta imposible de concebir. Ahora bien, ¿puede darse una “confirmación empírica” de esta Idea? Ciertamente, Kant cree que sí. Esta confirmación remite a una peculiar experiencia de la conciencia, a saber, ya no a la experiencia de objetos externos, sino a la experiencia interna o sentido interno como “testimonio empírico de la mente”.

Pues bien, sobre la base de estas reflexiones, Montero formula dos conclusiones. En primer lugar, que la Idea de mente puede concebirse como la “Idea cardinal en torno a la cual se constituye sistemáticamente la filosofía teórica expuesta en la Crítica de la razón pura”. En segundo lugar, que “falta un pronunciamiento solemne en favor de su importancia capital como Idea que sistematiza toda la obra” (ibid., p. 278).

3. Una vez más, vuelta a Kant: Rainer Forst y el derecho a la justificación

Hemos visto que algunos de los principales exponentes de la filosofía del siglo XX, desde Martin Heidegger hasta Jürgen Habermas, pasando por Hannah Arendt o Michel Foucault, entablaron un fecundo diálogo con Kant, diálogo que no los condujo, ni mucho menos, a reducir sus propias formas de pensar al marco kantiano. Por eso no puede decirse que la filosofía del siglo XX prosiga las intenciones del neokantismo de finales del siglo XIX. A mi modo de ver, en la actualidad la relación entre la filosofía y Kant sigue una línea similar a la aquí expuesta. Un buen ejemplo de este gesto de “apropiación crítica” que, sirviéndose de los réditos teóricos de Kant, elabora sin embargo una propuesta filosóficamente autónoma, lo constituye Rainer Forst, uno de los principales filósofos políticos de la actualidad.

En su trabajo “El derecho básico a la justificación”, incluido en el influyente libro de 2007 Das Recht auf Rechtfertigung. Elemente einer konstruktivistischen Theorie der Gerechtigkeit, Forst recupera la noción kantiana de “autonomía” para operar una sugerente y original fundamentación de los derechos humanos (Forst, 2007b, pp. 291-327). Para ello, Forst comienza exponiendo la idea nuclear subyacente a las objeciones formuladas contra los derechos humanos. Según esta idea, el imperativo de mantener la integridad cultural de las diversas sociedades debe primar sobre el imperativo de imponer derechos universalmente válidos. Sobre esta base, cualquier proclamación de derechos procedente de un “punto de vista externo” —el punto de vista moral— puede ser interpretada como una violación que empuja a la sociedad en cuestión a comprometer su propio sistema axiológico e institucional.

Pues bien, a juicio de Forst el mantenimiento de la integridad cultural solo puede ser una exigencia válida si respeta una intuición normativa incontrovertible, a saber, que los miembros de esa sociedad estén dispuestos a aceptar la cultura en cuestión. O, dicho de otra forma, sobre los defensores de la exigencia de integridad cultural recae la carga de probar que esa cultura no es en realidad la expresión ideológica de intereses particulares. Cuando, dentro de una sociedad particular, alguno de los miembros pone en duda la validez de su sistema axiológico e institucional, entonces la exigencia de integridad cultural no puede permanecer aproblematizada por más tiempo. Por usar el lenguaje de Habermas, que naturalmente inspira la propuesta de Forst, podemos decir que en ese momento la propia exigencia de integridad cultural deja de ser una certeza presupuesta en el mundo de la vida, para convertirse en un fragmento necesitado de tematización dentro del discurso práctico.

Como se puede ver, Forst parte aquí de la idea de que las objeciones morales que ponen en duda la tesis de la integración cultural no surgen “desde fuera”, y en consecuencia no pueden ser entendidas, al contrario de lo que creen los críticos de los derechos humanos, como la imposición de una moralidad abstracta totalmente desconectada de la sociedad en cuestión. Antes bien, estas objeciones son formuladas por los propios miembros de la sociedad. Pues bien, ¿qué demandan exactamente los miembros que ponen en duda la integración cultural de su sociedad? Aquí aparece el núcleo normativo de la propuesta de Forst, que lo conecta directamente con la filosofía práctica de Kant: “la demanda surge donde la gente pide razones, pide la justificación de ciertas normas, leyes e instituciones, y donde las razones que recibe no resultan ya suficientes” (ibid.). En su acto de protestar, los miembros de la sociedad en cuestión tienen que presuponer que existe al menos un derecho básico que ninguna sociedad podría rechazar, ni siquiera apelando a la idea de integración cultural. A este derecho básico lo llama Forst “derecho a la justificación”, y tiene que ver con “la exigencia incondicional de ser respetado como alguien que merece razones justificadoras por las acciones, normas o estructuras a las que está sujeto”.

Forst fundamenta este derecho básico recurriendo a la idea kantiana de “autonomía”. En la medida en que ostenta la rara cualidad de la autonomía, es decir, en la medida en que es capaz de darse a sí mismo sus propias leyes, el ser humano posee una dignidad absolutamente única. Esta dignidad lo hace merecedor de una consideración como fin en sí mismo, y nunca meramente como un medio para otros propósitos. Forst traduce la idea kantiana de autonomía a un lenguaje heredado del intersubjetivismo habermasiano, y llega a la conclusión de que al ser humano no se le puede someter a ningún ordenamiento —jurídico, moral o político— para el cual no puedan ofrecerse razones que lo justifiquen. Los criterios de validez de estas razones son para Forst la reciprocidad y la universalizabilidad. El derecho básico del ser humano, del cual, a juicio de Forst, pueden derivarse el resto de los derechos, es entonces el derecho a la justificación: la idea de que ninguna persona puede ser ignorada en sus pretensiones de justificación.

El núcleo normativo de la propuesta de Forst, que indudablemente cabe calificar de “kantiana”, ofrece un potencial explicativo nada desdeñable. A su luz pueden reinterpretarse, por ejemplo, los modelos de teoría de la justicia y teoría crítica de la sociedad. Con respecto a lo primero, en la medida en que Forst se apoya en una suerte de antropología mínima, de acuerdo con la cual el ser humano es, ante todo, un “ser justificador”, es decir, un ser que ostenta el doble rol de autor y destinatario de justificaciones, la idea de injusticia aparece a una luz diferente. La justicia ya no encuentra su opuesto ni en la distribución parcial o asimétrica de cargas y beneficios (cf. Rawls, 1979), ni en la falta de reconocimiento en las diferentes esferas de conformación de la identidad (cf. Honneth, 2007). Antes bien, el concepto de justicia aparece opuesto al de arbitrariedad, es decir, a la falta de un marco de razones suficientemente justificadas para la imposición de un determinado orden social (Forst, 2007a, pp. 127-188).

Con respecto a lo segundo, Forst ha esbozado recientemente el proyecto de una teoría crítica de la sociedad como crítica de las relaciones de justificación. Si el principio de justificación es el fundamento de la filosofía política de Forst, entonces una “teoría crítica de la política”, como él la denomina, ha de analizar, en colaboración con las ciencias sociales, todos aquellos impedimentos sociales que bloquean la elaboración de un orden normativo basado en dicho principio. Este modelo puede reinterpretar la categoría de “ideología”, tan problemática dentro de la Teoría Crítica contemporánea, en el sentido de complejos de justificación de relaciones de dominación que han sido desconectadas del cuestionamiento crítico, y en los cuales el espacio de las razones queda disfrazado hasta tal punto, que las relaciones de dominación aparecen ante la conciencia como naturales (Forst, 2014). A diferencia del hegelianismo imperante en algunos de los principales representantes de la Teoría Crítica contemporánea (véase, por ejemplo, Honneth, 2014; Jaeggi, 2013; Neuhouser, 2016), Forst prosigue la línea kantiana abierta por Habermas en la Teoría Crítica, y al hacerlo engarza un nuevo eslabón dentro de esta monumental cadena de apropiaciones crítica de Kant.

Conclusiones

“El siglo XX piensa con Kant”. Éste es el sugerente título que han dado Sergio Sevilla y Jesús Conill a la introducción de la obra que nos ha ocupado. También el siglo XXI, como hemos podido observar recurriendo al ejemplo —solamente uno, por cierto, de entre los muchos que podrían haberse traído a colación— de Rainer Forst, piensa con Kant. Y no es raro que así sea, pues es propio de los autores clásicos, en el sentido más riguroso de esta palabra, el no dejar nunca de ser actuales. Leemos a Aristóteles, o a Rousseau, o a Marx, o a Nietzsche, con idéntico sentimiento: el sentimiento de que la historia efectual, sus historias efectuales, todavía no ha llegado a su fin. Y tal vez nunca lo haga, pues la filosofía no puede renunciar a ese recurso escaso del que se nutre en cada caso para alumbrar nuevos caminos: los genios de la historia de la filosofía.

Que los autores analizados en Kant después del neokantismo se hayan convertido a su vez en puntos de partida de nuevas historias efectuales del pensamiento; que ellos sean hoy para nosotros, como Kant lo fue para ellos, “maestros antiguos” desde los que iniciar nuevas vías, eso es algo en lo que tal vez encuentren consuelo aquellos que siguen creyendo en la actualidad y necesidad de la filosofía.

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