SECCIÓN MONOGRÁFICA

El problema del gran abismo entre naturaleza y libertad. ¿Qué aporta la Crítica del juicio a su solución?

Bernd Dörflinger
Universität Trier, Alemania

Revista de Estudios Kantianos. Publicación internacional de la SEKLE

Universitat de València, España

ISSN-e: 2445-0669

Periodicidad: Semestral

vol. 8, núm. 1, 2023

p.ordenes.azua@gmail.com

Recepción: 18 Abril 2023

Aprobación: 15 Mayo 2023



Resumen: Este artículo trata de la principal preocupación sistemática de la Crítica del Juicio (KU): el así llamado problema del abismo. En la introducción a la tercera Crítica de Kant, el problema se presenta a nivel de los ámbitos de la filosofía teórica y práctica, para los que se supone que esta (la KU) ofrece una solución. Los dos dominios legislativos de la filosofía, la naturaleza y la libertad, requieren de un tránsito para poder cerrar el abismo entre estos ámbitos de validez a priori. El siguiente texto argumenta que en la Crítica del Juicio hay tres tránsitos o tres enfoques para resolver el problema del abismo entre las legislaciones del entendimiento y la razón: el juicio estético de lo bello y los logros culturales de los seres humanos tanto en las bellas artes como en las ciencias.

Palabras clave: naturaleza, libertad, abismo, tránsito, lo bello.

Abstract: This article deals with the main systematic concern of the Critique of the Power of Judgment (KU): the so-called gulf problem. In the introduction to Kant's third Critique, the problem is presented at the level of the domains of theoretical and practical philosophy, for which it (the KU) is supposed to offer a solution. The two legislative domains of philosophy, nature and freedom, need a transition in order to be able to close this gulf of the fields of the a priori law. The following text argues that in the Critique of the Power of Judgment there are three transitions or three solutions to the problem of the gulf between the legislations of understanding and reason: the aesthetic judgment of the beautiful and the cultural achievements of human beings in the fine arts and the sciences.

Keywords: nature, freedom, gulf, transition, the beautiful.

En el apartado II de la Introducción a la Crítica del Juicio,[2] Kant habla, según reza el título del epígrafe, “[a]cerca del dominio de la filosofía en general” (KU, AA 05:174). Este dominio en general se divide inmediatamente en dos dominios especiales; los motivos que se dan para esta división son los dos tipos de legislación a priori que pretende haber legitimado hasta ese momento. El legislador respecto del primer dominio —el de la naturaleza— es el entendimiento; a través de determinados conceptos a priori de la naturaleza —las categorías de la primera Crítica— prescribe determinadas leyes a la naturaleza aparente, que regulan necesariamente la aparición y la concatenación de sus fenómenos, por ejemplo, la ley causal, según la cual todo lo que sucede presupone una causa y, por tanto, se sigue con necesidad (cf. B232/A189). La legisladora del segundo dominio —al que Kant da el nombre de “concepto de libertad” (KU, AA 05: 175)— es la razón práctica pura. Esta es la fuente a priori de la normatividad práctico-moral, y más concretamente de los imperativos, que dictan cómo debe querer la voluntad, por ejemplo, según máximas generalizables. La libertad se presupone aquí en dos sentidos; en primer lugar, como libertad de la razón práctica, en la medida en que genera un deber apodícticamente válido que, por tanto, no cabe encontrar en ninguna parte, ni en la naturaleza, que es moralmente indiferente, ni en forma de revelación divina; en segundo lugar, como libertad de la voluntad dirigida por la ley, en la que hay que confiar para afirmarse como capacidad superior de desear con arreglo a imperativos, en oposición a la capacidad desiderativa inferior, que está sujeta a impulsos sensiblemente heterónomos y que pertenece, por tanto, al otro dominio de la filosofía, a saber, el de la naturaleza.

Lo que Kant problematiza en el citado apartado de la tercera Crítica es la relación entre las dos legislaciones que se han descrito a grandes rasgos y sus respectivos dominios. Dicho de manera sucinta, el problema radica en que “estos dos diversos dominios […] no constituyan uno solo” (ibid.). Como explicación de la escisión o, mejor dicho, separación de los dominios, Kant alega que, en lo que concierne al dominio del concepto de libertad, este “permite representar en su objeto una cosa en sí misma, mas no en la intuición” (ibid.). Dicho de otro modo: ni el fundamento de la validez de una obligación práctico-moral ni la voluntad determinada conforme a dicha obligación aparecen en modo alguno en la esfera de la intuición, es decir, en la esfera de la naturaleza; tienen realidad práctica como algo meramente pensado, no sensible, inteligible, pero de lo cual no puede haber conocimiento de la razón teórica, pues esta solo conoce bajo la condición de las intuiciones. En lo que respecta al dominio de la naturaleza, la oposición de ambos dominios se explica por el hecho de que “el concepto de naturaleza, en efecto, permite la representación de sus objetos en la intuición, mas no como cosas en sí mismas, sino como simples fenómenos” (ibid.). En la cadena de los fenómenos nada puede arrogarse el estatuto de ser fundamento inteligible, como sí debe ocurrir en el caso de la causalidad por libertad. La causalidad natural conforme a la categoría de causalidad se limita a vincular un efecto que aparece en el ámbito fenoménico a una causa que, a su vez, también aparece.

Kant señala que la “idea” de lo suprasensible “debe postularse sin duda bajo [los fenómenos o] la posibilidad de todos esos objetos de la experiencia, aun cuando ella misma nunca pueda convertirse en un conocimiento ni ampliarlo” (ibid.). Esto se corresponde con la referencia a la cosa en sí de la primera Crítica, según la cual, para Kant, por el solo hecho de que algo aparezca en general es necesario pensar un fundamento no fenoménico, es decir, inteligible, aunque también allí se lo caracteriza como incognoscible. En cualquier caso, en lo que atañe a la solución del problema de la separación de los dominios de la filosofía, no se gana mucho con un fundamento inteligible que se haga necesario para el pensamiento por el solo hecho de que algo aparezca. Pues a dicho fundamento no puede atribuírsele, sin caer en una conclusión falsa, más rendimiento fundamentador que el estrictamente necesario para generar la consecuencia concreta de que se trata, a saber, que una naturaleza aparezca en general. Sin embargo, para ello no es preciso pensarlo como dotado de la propiedad de ser, además, fundamento inteligible de validez para la normatividad práctico-moral. Pero mantener ambos fundamentos inteligibles separados entre sí implica, incluso en la vaporosa atmósfera de los fundamentos inteligibles, tener que pensar dos fundamentos diferenciados cuya unidad estará en cuestión. Por ello, Kant formula, como prerrequisito para un problema pendiente aún de resolución, que

tiene que haber un fundamento para la unidad entre lo suprasensible que se halla a la base de la naturaleza y lo suprasensible que el concepto de libertad entraña prácticamente, […] que […] haga posible el tránsito del modo de pensar conforme a los principios del uno hacia el modo de pensar según los principios del otro (KU, AA 05: 176).

Ahora bien, por mucho que el pensamiento de lo suprasensible que sirve de fundamento a la naturaleza deje en buena medida sin resolver el problema de la oposición entre naturaleza y libertad, sigue constituyendo, en cualquier caso, una solución parcial al problema, aunque sea una solución de mínimos. Para comprender esto cabalmente, será de ayuda una mirada retrospectiva a la primera Crítica, y en especial a las secciones sobre la resolución de la denominada antinomia de la libertad, que, como es bien sabido, tematiza el conflicto entre causalidad natural y causalidad por libertad. El alcance de dicha resolución pondrá de manifiesto qué queda exactamente del problema, es decir, cuál es exactamente la cuestión que se está planteando en la Crítica del Juicio en lo que respecta a la relación entre naturaleza y libertad.

La condición decisiva para que la antinomia de la libertad se resuelva a favor de la causalidad por libertad es la doctrina kantiana —fundamentada en la “Estética trascendental”— de que los fenómenos no son cosas en sí. Una cosa que aparece es cosa “solamente en la medida en que sea objeto de la intuición sensible” (B XXVI). Según él, tomar los fenómenos por cosas en sí mismas implicaría asumir “aquella proposición común, pero engañosa, de la realidad absoluta de los fenómenos”; bajo esta proposición, nos dice Kant, “no se puede salvar la libertad” (B564/A536). Si postulamos los fenómenos con carácter absoluto, la causalidad natural también quedaría postulada de forma absoluta. Ahora bien, si no puede afirmarse que los fenómenos constituyan el conjunto de toda la realidad, se abre la posibilidad de pensar al menos, aunque no sea posible conocerlo, algo real más allá de ellos. De esta manera se hace pensable aquel fundamento inteligible para que algo aparezca en general, en condiciones tales que su modo de fundamentar no esté ligado a la categoría de causalidad, que legisla exclusivamente con sujeción a la proposición de la naturaleza fenoménica de que los efectos aparentes se siguen necesariamente de causas aparentes.

Al final de la sección dedicada a la resolución, Kant expresa claramente que, con lo expuesto a grandes rasgos, no ha demostrado ni la realidad efectiva ni la posibilidad real de la libertad, sino únicamente su no imposibilidad en el sentido de ausencia de contradicción en el pensamiento: “que la naturaleza no está en conflicto, por lo menos, con la causalidad por libertad; eso era lo único que podíamos alcanzar [a demostrar]” (B586/A558). Demostrar la realidad efectiva o la posibilidad de la libertad habría requerido conocerla según las condiciones de dichas categorías, es decir, como algo que puede ser objeto espaciotemporal de nuestra sensación (cf. B265/A218). En cuanto a la caracterización de la resolución del problema como una solución de mínimos, cabe agregar que lo es únicamente desde la perspectiva de la razón teórica, pues la no imposibilidad de la libertad es del todo significativa en lo que respecta a la razón práctico-moral. De ser imposible la libertad, habría sido necesario considerar imposible, también, la moral.

Cuando, en la Crítica del Juicio, Kant vuelve a tematizar la oposición entre naturaleza y libertad, cabe suponer que no se trata simplemente de una repetición del tratamiento planteado en la primera Crítica. Él mismo señala que allí ya se habría demostrado “la posibilidad al menos de pensar sin contradicción la coexistencia de ambas legislaciones” —es decir, de las legislaciones del entendimiento y de la razón práctica— “y de las correspondientes capacidades para ello en el mismo sujeto” (KU, AA 05: 175). En qué consiste esta nueva pretensión de conocimiento, que iría más allá de la posibilidad de pensamiento, se expresa en el célebre pasaje en el que Kant se queja con gran énfasis y característica suntuosidad retórica de que la oposición entre naturaleza y libertad sigue estando ahí no obstante la ausencia de contradicción:

Por mucho que se constate un insondable abismo entre el dominio del concepto de la naturaleza, como lo sensible, y el dominio del concepto de la libertad, como lo suprasensible, de tal modo que no sea posible tránsito alguno del primer dominio al segundo (por medio del uso teórico de la razón), tal como si fueran dos mundos totalmente distintos de los cuales el primero no puede tener ningún influjo sobre el segundo, pese a todo, éste sí debe tener alguna influencia sobre aquél; dicho de otro modo, el concepto de libertad debe hacer efectivo en el mundo sensible el fin dado mediante sus leyes y, por consiguiente, la naturaleza también ha de poder pensarse de tal manera que la legalidad de su forma concuerde al menos con la posibilidad del fin a realizar en ella según las leyes de la libertad (KU, AA 05: 175s.).

Es obvio que se está apuntando a intelecciones adicionales que permitirían ir más allá de la mera coexistencia sin contradicción, del mero paralelismo, entre naturaleza y libertad. En el mejor de los casos, más allá de la mera negatividad de la no contradicción, se vería en positivo cómo la libertad práctico-moral puede hacerse efectivamente real en el mundo de los sentidos, lo que incluye asimismo el modo de hacerse efectivamente real respecto de la naturaleza sensible interna, en forma de afectación patológica de la capacidad desiderativa inferior. Más allá de la no imposibilidad de la libertad, el mundo de los sentidos, interno o externo, debería proporcionar al menos material para interpretaciones que hagan plausible la posibilidad real de la libertad.[3] Lo que se requiere para ello es un concepto de naturaleza más amplio, ampliado respecto del concepto de naturaleza que concibe a esta como un mero correlato de las categorías y los principios de la primera Crítica. Se requieren ámbitos fenoménicos específicos que no deban ubicarse en este último concepto, sino que, de tener éxito, incluyan fenómenos que puedan ser interpretados en el sentido del puente que pretende tenderse sobre el abismo entre naturaleza y libertad.

Como es bien sabido, la tercera Crítica tematiza el ámbito de los fenómenos estéticos, es decir, el de los objetos de enjuiciamiento estético, y más concretamente la belleza de la naturaleza, lo sublime y la belleza del arte, así como el ámbito de los fines naturales enjuiciados según un principio teleológico, al que únicamente pertenecen, en el sentido más estricto y propio, los seres vivos, los organismos. Con vistas a resolver el problema del abismo, si se nos permite darle este nombre en aras de la brevedad, sería necesario correlacionar las áreas temáticas concretas desde la posición del sujeto que enjuicia a capacidades específicas o a nuevos aspectos o constelaciones de capacidades ya conocidas que hagan discernible con exactitud el tránsito de la forma de pensar teórica hacia la práctica, y por tanto el tránsito de los principios del entendimiento constitutivos de la naturaleza, es decir, los juicios sintéticos a priori de la primera Crítica, hacia los principios normativos de la razón práctica, es decir, los imperativos de los escritos de filosofía moral.

La intención de Kant de ampliar el concepto de naturaleza con vistas a la resolución del problema queda ya patente en el principio de búsqueda con que, según él, el Juicio reflexionante se acerca a la naturaleza, y de hecho a las especificaciones empíricas de la naturaleza, a

tantas modificaciones de los conceptos transcendentales universales de la naturaleza que quedan sin determinar mediante aquellas leyes dadas a priori por el entendimiento puro, porque dichas leyes sólo atañen a la posibilidad de una naturaleza en general (en cuanto objeto de los sentidos) (KU, AA 05: 179).

Exige que “para esa determinación también debe haber leyes” (KU, AA 05: 179s.) y orienta el Juicio reflexionante que las busca, desde un primer momento, al principio de finalidad.

Aunque las diferenciaciones del concepto de finalidad y sus aplicaciones en Kant son extremadamente complejas y no es posible reconstruirlas por completo aquí, la definición básica parece ser esta: “la concordancia de una cosa con aquella índole de la cosa que sólo es posible según fines se llama finalidad de su forma” (KU, AA 05: 180). La definición adicional del concepto de fin, obviamente esencial en este caso, arroja algo más de luz: fin es “el concepto de un objeto en tanto que contiene el fundamento de la realidad de ese objeto” (ibid.). Así, el concepto de finalidad implica un tipo de causalidad esencialmente diferente de la derivada de la comprensión de la categoría de causalidad. De acuerdo con esta última, que Kant tiene a bien calificar, además, de mecánica o ciega en su actuación, no cabe presuponer como causa ningún concepto, y por tanto ningún pensamiento de un efecto a conseguir, como tampoco la realización activa de una intención. Precisamente eso, sin embargo, a saber, el concepto de un objeto a realizar en última instancia, es decir, una anticipación del objeto seguida de la realización dirigida del mismo, pertenece a la idiosincrasia de una causalidad según fines.

Ahora bien, si el principio de finalidad es el principio del Juicio reflexionante ante las muchas especificaciones empíricas que, según los conceptos de nuestro entendimiento, y en especial según la categoría de causalidad, han debido quedar indeterminadas, esto supone buscar pistas del mismo en este campo, lo que significa, al fin y al cabo, asumir una causalidad según fines. Por tanto, estamos buscando huellas de propiedades de las cosas que solo sean posibles según fines o, mejor dicho, que solo puedan hacerse concebibles asumiendo una causalidad según fines. Esta búsqueda debería, en la medida de lo posible, arrojar algún resultado en cuanto a la resolución del problema del abismo, y por tanto registrar algún avance en la respuesta a la pregunta de cómo puede la libertad práctico-moral acceder a nuestra naturaleza sensible interna y al mundo de los sentidos externo.

No obstante, ya en la Introducción, Kant pone coto a toda expectativa demasiado ambiciosa al afirmar que el concepto de finalidad de la naturaleza “se diferencia por completo del concepto de la finalidad práctica (del arte humano o, asimismo, de las costumbres)” (KU, AA 05: 181). Pero evita destruir todas las expectativas cuando añade: “si bien se piensa [el concepto de finalidad de la naturaleza] en analogía con ella [la finalidad práctica]” (ibid.).

Si nos adelantamos y dirigimos una mirada panorámica a las diversas lecciones que ofrece la Crítica del Juicio, llama la atención que ninguna de ellas aborde el problema del gran abismo. Tampoco se extrae ninguna conclusión sobre el mismo de los resultados arrojados por las diferentes investigaciones individuales. Esto contrasta, ciertamente, con la urgencia con la que se había planteado el problema, y hace suponer un resultado bastante modesto. Para confirmar o refutar esta suposición, habrá que examinar las lecciones impartidas en busca de observaciones dispersas e implicaciones sobre esta cuestión. Podemos descartar rápidamente dos de estas lecciones por no ofrecer ningún fruto.

La primera de ellas es la teoría kantiana de los seres vivos, de los organismos. Antes de llegar al resultado negativo, podemos comenzar afirmando que, sin lugar a duda, contiene una aplicación exitosa del principio de finalidad y, además, tal como se requiere para la resolución del problema del abismo, ofrece un concepto de naturaleza ampliado. La ampliación consiste en que, al enjuiciar un organismo, el concepto “del simple mecanismo de la naturaleza […] deja de resultarnos suficiente” (KU, AA 05: 377). La insuficiencia de este concepto en relación con los organismos radica en que, a través de este, se piensa una causalidad ciega, no dirigida a un fin, así como una dependencia meramente unilateral, en todos los casos, de los efectos respecto de sus causas externas. En este caso, la “serie (de causas y efectos)» se piensa como «siempre descendente” (KU, AA 05: 372). En lugar de este tipo de causalidad, según Kant, en lo que respecta a los organismos debe valorarse una causalidad según fines; lo explica como sigue:

[e]n semejante producto de la naturaleza cada parte, al igual que sólo existe merced a todas las demás, también se piensa como existente para todas las otras y por motivo del todo, esto es, como instrumento (órgano); lo cual, sin embargo, no basta […], sino que cada parte ha de pensarse como un órgano generador de las otras partes (por consiguiente, cada una como generadora recíprocamente de las demás) (KU, AA 05: 373s.).

De acuerdo con esta caracterización, en un organismo las relaciones causales difieren de la causalidad mecánica en que los órganos que lo componen se causan recíprocamente, existen recíprocamente por el bien de los demás y en su conjunto por el bien del todo. Así, en el organismo las relaciones se piensan en el sentido del nexus finalis: todas ellas se rigen por la unidad de un fin. Este puede reconocerse fácilmente como el fin de la autoconservación de los organismos, es decir, como una causalidad autorreferencial, un extremo este que nos permite caracterizar un aspecto más de la diferencia respecto de la causalidad mecánica, cuyo nexus effectivus excluye todo vínculo causal que se refiera a sí mismo. Según Kant, las diferencias mencionadas, que amplían de hecho el concepto de naturaleza establecido hasta ese momento, proporcionan “a la ciencia natural el fundamento para una teleología” (KU, AA 05: 376), tal como se practica, además, en las ciencias que se ocupan de los organismos. Sin embargo, no parece evidente que este concepto ampliado de naturaleza, incluidas las ciencias que se basan en él, pueda aportar algo a la superación del problema del abismo, pues no proporciona ninguna pista que permita establecer una relación con la causalidad por libertad, y por tanto con la razón práctico-moral.

Y esta conclusión no varía, aunque tengamos en cuenta que Kant compara, como de pasada, a los organismos con artefactos como un reloj. Al respecto nos dice lo siguiente, llamando a la larga a esta analogía “una remota analogía con nuestra causalidad conforme a fines” (KU, AA 05: 375),[4] pues se encuentran más diferencias que similitudes:

[e]n un reloj una parte es el instrumento del movimiento de las otras, pero una rueda no es la causa eficiente que produce las otras: ciertamente, una parte está ahí por mor de las demás, mas no gracias a ellas. De ahí también que la causa generadora de dicha parte y de su forma no esté contenida en la naturaleza (de esta materia), sino fuera de ella en un ser que puede producir mediante su causalidad conforme a ideas un todo posible (KU, AA 05: 374).

Aun así, con independencia de la cercanía o lejanía de la analogía, en este tipo de artefactos, el ser en cuestión que produce conforme a ideas de finalidad, es decir, el constructor del reloj no actúa como representante de la razón práctico-moral, sino meramente de la razón práctico-técnica.[5]

Si dirigimos ahora la mirada a la segunda de las dos áreas temáticas principales de la tercera Crítica, a saber, la de los fenómenos estéticos y su enjuiciamiento, podemos descartar también una de sus lecciones por no resultar fructífera en relación con el problema del abismo. Se trata de la doctrina sobre lo sublime en sus dos formas: lo sublime matemático y lo sublime dinámico de la naturaleza. En el primer caso, el fenómeno de partida es la naturaleza en cuanto a su extensión infinita; por decirlo en sentido figurado, el cielo estrellado. Ahí la imaginación fracasa en su esfuerzo por alcanzar la “comprehensión en una intuición” (KU, AA 05: 254); frente a esta infinidad queda demostrada “la falta de adecuación de nuestra capacidad de la imaginación en la representación del concepto de una magnitud” (KU, AA 05: 253). En el caso de lo sublime dinámico, en el inicio está la “naturaleza”, que “en su caos o en su desorden y devastación más salvaje y sin reglas […] permite divisar […] magnitud y poder” (KU, AA 05: 246). Kant pone como ejemplo de ello el “vasto océano sacudido por tormentas” (KU, AA 05: 245). Ambas modalidades de lo sublime comienzan, por tanto, con variantes de la “ausencia de forma” (KU, AA 05: 247), es decir, con algo inadecuado para una imaginación que aspira precisamente a la forma como comprehensión de la unidad de una intuición. Lo anterior explica el componente de displacer que incluye el sentimiento de lo sublime, que es mixto.

Para Kant, el componente de placer de dicho sentimiento, que en última instancia predomina, se debe a la circunstancia de que las intuiciones inadecuadas de la naturaleza pueden utilizarse para algo, a saber, para que el sujeto retorne sobre sí mismo y sobre su autocomprensión. Es en ese proceso, según Kant, que se hace “perceptible en nosotros mismos una finalidad totalmente independiente de la naturaleza” (KU, AA 05: 246). De este modo, según él, se descubre “en nuestro ánimo una superioridad sobre la naturaleza” (KU, AA 05: 261), que se manifiesta estéticamente como el sentimiento de placer de una “determinación suprasensible […] en nosotros” (KU, AA 05: 257). Esta determinación no es otra que la de la práctica moral que, como hemos visto, presupone la libertad. Se trata, según Kant, de la “inextinguible idea de la moralidad”, que resta “allí donde los sentidos ya no ven nada ante sí” (KU, AA 05: 274). Ya no ven nada ante sí porque la naturaleza sin forma les ha instado a apartar la mirada de ella y descubrir en la introspección la superioridad de la determinación moral suprasensible. Dado que la naturaleza, en su ausencia de forma, brindó en todo caso la ocasión para ello, Kant le atribuye aún ser una exhibición de la moralidad, aunque la describe como una “exhibición […] meramente negativa, pura y que enaltece el alma” (KU, AA 05: 275). La explicación que da a su necesaria negatividad es “la inexplorablidad de la idea de libertad”, que “cierra totalmente el camino a toda exhibición positiva” (ibid.).[6]

Si esta última afirmación no puede relativizarse adicionalmente —por ejemplo, mediante una diferenciación del concepto de exhibición—, entonces deberá renunciarse a toda esperanza en cuanto a la solución del problema del abismo que contemplamos al principio. Y ello porque, para su resolución, se requería más que la mera pensabilidad sin contradicción en la relación entre naturaleza y libertad, más que la mera no imposibilidad de la libertad, es decir, precisamente pistas que apunten a su posibilidad real. La estética de lo sublime, sin embargo, no aporta ningún otro elemento en el sentido deseado, sino que, más bien, debe interpretarse como el reflejo estético del problema del abismo, por no decir como un agravamiento de este, ya que, en este caso, la naturaleza no se opone simplemente a la libertad como algo indiferente, sino como el fundamento de un displacer. Si bien es cierto que este es ulteriormente superado por un placer, este placer es el generado por la no pertenencia, en tanto que ser moral, a la naturaleza.

La observación de Kant de que “la satisfacción en lo sublime de la naturaleza es tan solo negativa […] mientras que la satisfacción en lo bello es positiva” sugiere que cabría esperar algún avance respecto del problema del abismo en el dominio restante de la estética, es decir, en la estética de la belleza (KU, AA 05: 269). No obstante, antes de explorar en qué podría consistir en realidad ese elemento positivo, quizá pueda resultar útil una consideración más formal y abstracta sobre qué requisitos deben cumplirse en la resolución del problema. Expresiones metafóricas como la del abismo o la del pretendido tránsito no permiten captar inmediatamente estos requisitos con claridad. Esto incluye también la discusión en torno al “eslabón intermedio en la cadena de las capacidades humanas” (KU, AA 05: 298), es decir, en torno al eslabón intermedio entre la forma de pensar teórica, basada en la naturaleza, y la práctica, que presupone la libertad.

Expresado de manera diferente y algo más formal, se busca un tercer elemento que conecte o, mejor dicho, medie entre dos elementos previamente desconectados e incluso opuestos. Este tercer elemento tendría que ser algo propio, que difiera en su especificidad de los otros dos. Por ello, no debemos sorprendernos si se dice de esta forma de pensar adicional, la forma de pensar estética, que no es ni teórica ni práctica. Además, es de exigir que las relaciones entre los tres elementos no sean pensadas como las relaciones lógicas en una disyunción tripartita exhaustiva. En una disyunción de este tipo, tres conceptos de especie que subdividen exhaustivamente un concepto de género tan solo están mediados entre sí a través del concepto genérico, es decir, a través de características que tienen en común todos ellos. En tal que concepto de especie, con inclusión de su diferencia específica, cada uno de ellos está en contradicción con los otros dos. Si llevamos una mediación a través del mero concepto genérico a los modos de pensar de que nos estamos ocupando, desembocaríamos en el resultado trivial de que forman una unidad porque cada uno de ellos, simple y llanamente, es un modo de pensar. Ahora bien, la mediación conducente a la unidad puede pensarse también de otra manera, a saber, de tal modo que el elemento mediador, el eslabón intermedio, tenga, además de las propiedades específicas que lo distinguen de los otros dos elementos, otras propiedades adicionales, una parte de las cuales coincidan con uno de los elementos, y otra parte con el otro. La mediación, pensada de este modo, no tiene por qué recurrir a propiedades comunes a todos los elementos, como sí ocurre en el caso del término genérico.[7] Siguiendo este modelo, habría que señalar entonces en qué difiere y en qué coincide el eslabón intermedio previsto, es decir, la capacidad de enjuiciamiento de lo bello, respecto de la capacidad cognitiva; y a continuación, en qué difiere y en qué coincide respecto de la razón práctica.

Kant expresa la diferencia entre la capacidad de enjuiciamiento de lo bello y la capacidad cognitiva con la tesis de que en el juicio estético de lo bello no intervienen conceptos determinados, y que por tanto no se trata en absoluto, como sí ocurre con el Juicio cognoscitivo, de qué es la cosa, a qué clase de objetos pertenece y qué propiedades tiene. Según Kant, el predicado de belleza que incluye dicho Juicio no apunta a ninguna propiedad en dicho sentido ni a ningún concepto de belleza cuyas características puedan especificarse. Ni siquiera se trata en dicho Juicio de la existencia del objeto, lo que se sigue del hecho de que, para Kant, el juicio estético es desinteresado, y el interés, a su vez, es siempre interés en la existencia de un objeto.

Por ello, al verbalizar un Juicio de gusto puro se requiere precaución. Por ejemplo, si se expresa a la manera de “Esta rosa es bella”, es decir, siguiendo la forma de un Juicio cognoscitivo, ello prácticamente solo da pie a malentendidos: el malentendido de que el concepto “rosa” sería constitutivo del juicio; el malentendido de que “bella” sería un concepto relativo a una propiedad del objeto; y, por último, el malentendido de que la cópula “es” sería un indicador de existencia. La expresión deíctica “esta” es la única que no requiere de corrección alguna, en la medida en que apunta a una intuición singular de la imaginación.

A pesar de ser sustancialmente diferente del Juicio cognoscitivo, el Juicio de gusto puro guarda una relación esencial con la capacidad cognitiva. De acuerdo con Kant, en dicho Juicio el objeto singular de la percepción se refiere “a conceptos (si bien indeterminados cuáles)” (KU, AA 05: 244). Según él, lo bello es “la exhibición de un concepto indeterminado del entendimiento” (ibid.), por lo que las dos capacidades cognitivas genuinas, el entendimiento y la imaginación, se encuentran en una relación de “armonía”, en una “relación subjetiva pertinente para el conocimiento en general” (KU, AA 05: 218). La intervención del entendimiento nos obliga en este punto a preguntarnos qué se entiende, al fin y al cabo, a la vista de lo bello y a pesar de la ausencia de conceptos determinados, por medio del concepto indeterminado de entendimiento. La respuesta a esta pregunta puede vincularse a un pasaje en el que Kant afirma que “la naturaleza nos habla figuradamente en sus bellas formas” como una “escritura cifrada” (KU, AA 05: 31). Si se supone que la belleza es como una escritura cifrada, de la que no se conoce ninguna palabra, pero de la que se sabe que es escritura, entonces habrá que aceptar que el objeto singular de la percepción de que se trata en el juicio estético no se conoce por medio de ningún objeto determinado, sino que lo que se conoce es su cognoscibilidad por principio. De acuerdo con esta interpretación, el juicio estético ofrece el protoconocimiento de que el objeto no es un elemento de una multiplicidad dispar, sino que acomoda intenciones cognoscitivas. En un momento dado, Kant atribuye a la belleza natural “una finalidad en su forma por medio de la cual […] el objeto parece quedar predeterminado para nuestro Juicio” (KU, AA 05: 245).

Este patrón consistente en enfatizar primero la especificidad del juicio estético puro y, por tanto, lo que lo distingue de los otros tipos de Juicio, pero luego someter a consideración sus propiedades pertinentes para el tránsito, puede trasladarse ahora a su relación con la razón práctica. Según Kant, el juicio estético no es “un Juicio práctico […] que pone como fundamento la idea de libertad en tanto que dada a priori por la razón”, ni dice “lo que es una cosa, ni tampoco el hecho de que yo, para producirlo, tenga que hacer algo” (KU, AA 05: 280). En consecuencia, el juicio estético puro no exige ninguna práctica en absoluto, tampoco de carácter moral. Es contemplativo y el estado de placer del sujeto que le corresponde tiende a la autoconservación, no al cambio (cf. KU, AA 05: 220). La cualidad del placer es diferente dependiendo de si se trata de la satisfacción en lo bello o de la satisfacción en lo bueno. Esta última no es desinteresada, sino que tiene un interés en la existencia del objeto, es decir, en la consecución de lo bueno. Tampoco carece de concepto, pues, según Kant, “[p]ara encontrar algo bueno siempre debo saber qué cosa es el objeto” (KU, AA 05: 207).

El hecho de que el juicio estético puro de lo bello, en tanto que desinteresado, sea indiferente respecto de la existencia de lo moralmente bueno, podría llevar a pensar que, en apariencia, no es un buen candidato en absoluto para señalar el tránsito del dominio de la naturaleza hacia el de la libertad. Sin embargo, ello sería apresurado, ya que el elemento de desinterés del juicio estético, aparentemente desfavorable al tránsito, admite aún otra interpretación interesante. Y esa interpretación es la que Kant desarrolla, precisamente, en el § 42, bajo el elocuente título de: “Del interés intelectual en lo bello” (KU, AA 05: 298).

En este apartado, Kant no renuncia a su tesis sobre el desinterés intrínseco del juicio estético; sin embargo, de dicha tesis no se sigue “que no pueda enlazarse con él ningún interés después de que ha sido dado como juicio estético puro”; podría, en efecto, “representarse enlazado con “algo otro”” (KU, AA 05: 296). Este algo otro resulta ser la razón práctica pura. Esta se interesa por el juicio estético desinteresado, y ello debido a que este no se interesa, ya no solo por lo bueno, sino tampoco por lo agradable, es decir, por el placer patológico y sus objetos. El desinterés del juicio estético y del placer en lo bello es de interés para la razón práctica debido a que, a través de él, emerge una especie de sensibilidad ennoblecida, un sentimiento que, a diferencia del placer en lo agradable y las inclinaciones derivadas, no guarda una relación de oposición con la autodeterminación moral. El placer en lo bello, que además sería, supuestamente, general desde una perspectiva subjetiva, y que por tanto no es un placer privativo del individuo aislado, sino un placer generalizable, no ofrece resistencia alguna a la autodeterminación moral. Se cumple de este modo una de las condiciones que debe cumplirse para que la causalidad práctico-moral de la libertad sea eficaz, a saber, que las inclinaciones patológicas, por su parte, no sean eficaces a la hora de determinar a la voluntad. Esto no significa que el placer en lo bello sea un placer en lo bueno, pero sí tiene, como dice Kant, “parentesco con el sentimiento moral” (KU, AA 05: 301). Haciendo uso de manera explícita de la palabra tránsito, atribuye al Juicio del gusto el descubrimiento de “un tránsito de nuestra capacidad de enjuiciamiento desde el goce de los sentidos al sentimiento moral” (KU, AA 05: 297).

Con todo lo dicho hasta ahora se ha preparado el acercamiento de más largo alcance de lo bello a lo moral, que encontramos en el § 59. En él, se atribuye a la belleza ser una exhibición o, mejor dicho, una sensorialización, de lo moral. Esto modifica la tesis ya citada de la imposibilidad de exhibición de la libertad, pero no la anula por completo, pues dicha exhibición no sería una exhibición directa, como en el caso del esquematizar, sino una exhibición simbólica indirecta “por medio de una analogía” (KU, AA 05: 352). La analogía se entiende aquí como una “transferencia desde la reflexión sobre un objeto de la intuición a un concepto totalmente diferente, al que quizá nunca puede corresponder directamente una intuición” (ibid.). Lo que en lo bello, en el objeto de la intuición y en la forma de pensar relacionada, es adecuado para su transferencia a lo moral es el inherente “ennoblecimiento y elevación sobre la mera receptividad de un placer por medio de las impresiones de los sentidos” (KU, AA 05: 353), una elevación que justifica las pretensiones de universalidad, es decir, la puesta en común con todos los seres humanos.

El segundo aspecto esencial de la analogía es que debe presuponerse la autonomía tanto en lo que respecta al juicio estético como en lo que respecta a la determinación de la voluntad moral. En palabras de Kant: “[e]n esta capacidad” —el gusto—

el Juicio no se ve sometido a una heteronomía de las leyes de la experiencia, como sucedería, en caso contrario, en el enjuiciamiento empírico. Pues el Juicio se da a sí mismo la ley con respecto a los objetos de una satisfacción tan pura, del mismo modo que la razón lo hace con respecto a la capacidad desiderativa (KU, AA 05: 353).

En consecuencia, la belleza de la naturaleza, como también ocurre con un imperativo de la razón práctica pura, no es algo empíricamente dado o encontrado, sino que se basa en una reflexión según el principio de finalidad, que es generado de forma originaria a priori, en el ámbito de la subjetividad. Del mismo modo que no existiría un imperativo práctico-moral sin la normatividad de la razón práctica pura, que presupone la libertad, tampoco se daría el señalamiento de un objeto de la naturaleza como bello sin el Juicio, que refleja la normatividad estética y que también se da a sí mismo su principio, que presupone asimismo la libertad.

Los dos puntos mencionados —la sensibilidad ennoblecida y la presuposición de la autonomía en relación con el concepto de naturaleza ampliado para incluir la belleza— son probablemente los decisivos para derivar la tesis de Kant de que la belleza es un símbolo de la moralidad. Esta tesis, por su parte, es la que más avanza en la resolución del problema del tránsito del dominio del concepto de naturaleza hacia el dominio del concepto de libertad. No obstante, sigue estando en duda si tiene la amplitud necesaria como para considerar que puede tender un puente sobre el abismo que los separa. En este caso, habría que poder convencerse de que, más allá del pensamiento abstracto de la no imposibilidad de la libertad, lo bello es un indicador de que la libertad es posible, en concreto como libertad moral. Sin lugar a duda, quedar libre, al enfrentarse a la belleza, de las inclinaciones de la sensibilidad patológicamente determinada no debe equipararse con la libertad práctico-moral. Esta liberación es solo una condición necesaria, pero no suficiente, de la libertad, que se requiere para la autodeterminación moral en virtud de la razón práctica pura. Queda en consecuencia una distancia entre lo bello y lo moral, como tampoco puede ser de otro modo, en absoluto, sobre la base del método de la analogía, en la medida en que, a través de este, la reflexión sobre un objeto, en este caso sobre la belleza presente en la intuición, se traslada siempre “a un concepto totalmente diferente” (KU, AA 05: 352), a la idea de libertad moral, que no puede corresponder, antes como ahora, a ninguna exhibición directa en la intuición.

Existe aún otro contexto en el que Kant se ocupa explícitamente de la cuestión del tránsito desde la naturaleza hacia la libertad. Además de los organismos, que constituyen un subconjunto de la naturaleza caracterizado por su finalidad interna, en el § 83 sobre la “Metodología del Juicio teleológico” somete también a consideración a la naturaleza en su totalidad como sistema teleológico, y llega a la apreciación de

que tenemos suficiente motivo para […] enjuiciar al hombre […] aquí sobre la tierra como el fin último de la naturaleza, en relación con el cual todas las restantes cosas naturales constituyen un sistema de fines […], […] para el [Juicio] reflexionante (KU, AA 05: 429).

Kant enuncia este motivo suficiente para considerar al hombre como el fin último de la naturaleza como su capacidad de cultura, que se define como la “producción de la aptitud de un ser racional para cualesquiera fines en general” (KU, AA 05: 431).

“Las bellas artes y las ciencias” (KU, AA 05: 433) son las dos áreas temáticas centrales que Kant nombra del cultivo del ser humano. Ahora bien, toda forma de desarrollo cultural requiere el ejercicio de dos habilidades como condiciones subjetivas: además de la cultura de la destreza, se requiere respecto del fin en cuestión “la cultura de la disciplina” (KU, AA 05: 432). Esta última, en particular, provoca una nueva aproximación al problema del tránsito del dominio de la naturaleza haca el de la libertad moral, ya que, según Kant, la cultura de la disciplina consiste en “librar a la voluntad del despotismo de los apetitos” o, mejor dicho, en elevarse sobre “los impulsos” que pertenecen a la “animalidad que hay dentro de nosotros” (ibid.). Evidentemente, la superación de los apetitos y la renuncia a los impulsos en aras de la cultura, es decir, en aras de las bellas artes y de las ciencias, por ejemplo, cumple una condición que también debe cumplirse cuando se trata de satisfacer exigencias morales. Y, como en el caso del juicio estético sobre la belleza natural, dicha condición se cumple debido a su desinterés respecto del placer sensible. No obstante, también en el caso que nos ocupa ahora, el de la cultura, el cumplimiento de dicha condición necesaria no es suficiente para la autodeterminación moral, para la que se requiere además un acto de origen extranatural, es decir, procedente de la razón práctica pura.

Es cierto que el hombre cultivado ha escapado de “la rudeza y tosquedad de aquellas inclinaciones que pertenecen más a cuanto hay de animalidad en nosotros” (KU, AA 05: 433) y, en ese sentido, puede reclamar un rango superior al del animal; pero solo puede hacerlo dentro de la naturaleza. Así lo expresa Kant cuando dice que las bellas artes y las ciencias “gracias al refinamiento y las buenas maneras sociales […] no hacen mejor al hombre moralmente”, sino únicamente “civilizado” (ibid.). Con esta separación de la moralidad, el concepto de cultura de Kant queda asignado en su totalidad al dominio de la naturaleza, no al de la libertad, aunque eso sí, a una región del primero que linda con el dominio de la libertad. Ello se debe a que, no obstante, la asignación inequívoca y la clara delimitación entre lo meramente civilizado y lo moral, con la cultura y su cultivo algo se gana a esa naturaleza animal, ruda y tosca, que se encuentra en el más agudo contraste con la moralidad. Kant interpreta la disciplina de los apetitos, los impulsos y las inclinaciones animales, que debe presuponerse para todo logro cultural en las bellas artes y las ciencias, en el sentido de que suaviza el contraste entre la sensibilidad, que ahora es sensibilidad refinada, y la moralidad, pero sin desdibujar la división por principio entre ambas.[8] En sus palabras, “nos predispone para fines más elevados de los que la propia naturaleza puede suministrar” (ibid.). De las bellas artes y de las ciencias dice, en consecuencia, que superan “con mucho a la tiranía de la propensión de los sentidos, preparan con ello al hombre para un dominio en el cual únicamente la razón debe tener poder” (ibid.). Queda por decir que la razón práctica pura, de la que se trata aquí, genera sus propias exigencias morales sobre la naturaleza sensible y reclama prioridad sobre esta, y que la naturaleza por sí misma no adquiere dignidad moral a través de la cultura. No obstante, en tanto que naturaleza refinada, la cultura ofrece menos resistencia que los impulsos y apetitos no disciplinados. Por eso, a pesar de pertenecer al dominio de la naturaleza, puede considerársela un fenómeno de tránsito. Lo mismo podría decirse del otro fenómeno de tránsito, es decir, de la belleza natural. A él le corresponde el estado de conciencia de un placer que no es moral, sino estético, pero que es afín a la moralidad en la medida en que se trata del estado de una sensibilidad ennoblecida que no se interesa por la existencia ni por el goce del objeto, sino por el placer en la mera contemplación desinteresada.

Bibliografía

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